En el concurso de Familias refugiadas en Líbano ¿Que ves tú? participó Cristina Mendive con estos tres breves relatos sobre la ausencia de patria y el sentimiento de nostalgia.
Artículo
13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 10 de diciembre de
1948:
1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.
1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.
Abdel se agazapó entre las zarzas,
veloz como una liebre asustadiza, al oír las rítmicas pisadas que se acercaban
desde su izquierda. Realizó un apremiante gesto con la mano libre a su primo
Abu para que también se acuclillara entre los matojos y, después, delicadamente
posó en tierra los tablones que ambos transportaban en la oscuridad.
Las siluetas de los soldados
libaneses se iban aproximando y, con cada nuevo paso, la angustia de Abdel se
iba acelerando hasta tener el convencimiento de que, tal que tensos tambores,
sus palpitaciones podrían ser oídas a kilómetros de distancia.
Venían conversando
despreocupados, intercambiando tabaco y quejándose de las desventajas del turno
nocturno. Más peligroso o más tedioso, según se viera. Una inoportuna
casualidad llevó a que se situaran justo al borde del terraplén bajo el que se
parapetaban Abdel y su primo.
Abu temblaba tumbado en la
pedregosa tierra; agarrotadas las manos mientras aferraba impulsivo los
tablones para que ninguno resbalase ladera abajo. Abdel comenzó a rezar. Era
demasiado a lo que se había expuesto para ahora abandonarlo todo de un plumazo.
Pensó en Sanaa; su amada Sanaa.
En sus ojos almendrados y sus apetitosos labios. En su adorable timidez cuando
se tapaba la boca al reírse. En su fortaleza cuando caminaba infatigable, días
tras día, hasta el dispensario, a tres kilómetros de distancia, en busca de los
medicamentos que necesitaba su padre y que, por bloqueos o al ser requisados,
en multitud de ocasiones, nunca llegaban.
Deseaba regalarle un hogar de
verdad. Un lugar propio en que acurrucarse al terminar el día, ajenos al
desaliento de la realidad que los rodeaba. Un escondrijo secreto en el que
evadirse de la cárcel en la que moraban desde hacía años. Un edén limitado
pero, al mismo tiempo, liberador.
Pero, dentro del campo de
refugiados de Badawwi, no les estaba permitido edificar más viviendas. Los
refugiados palestinos no eran ciudadanos en Líbano; no estaban reconocidos;
eran apátridas. Badawwi era una amalgama de terrosas viviendas que pugnaban por
elevarse unas encima de las otras, en un vano intento por huir de los
asfixiantes callejones en los que prácticamente no penetraba luz ninguna.
Vivían asomados a ventanas que les deparaban vistas espejo de sus vidas. Un
muro -el de la vivienda de al lado- igual al que se erigía tarde o temprano en
sus mentes, que les cercenaba las expectativas, les coartaba la libertad y les
conducía a la depresión... O la pelea.
Abdel era de estos últimos. Había
decidido no dejarse vencer y, mediante la venta de algunas antiguas joyas de su
abuela, había conseguido adquirir los materiales suficientes para construir,
ilegalmente, una vivienda encima de la de sus padres.
Ahora tan solo debía transportar
el cargamento clandestinamente desde la zona libanesa hasta el campamento de
refugiados. Y trabajar a tiempo nocturno.
Volvió a evocar a Sanaa. Sus
delicados tobillos. Su risa inocente. Contuvo el aliento una vez más y rezó de
nuevo, tan solo deseando que los tablones no emitiesen ningún ruido, que los
guardias continuasen su ronda y que él pudiera llevar a cabo, finalmente, su
valiente odisea.
“Para
asegurarse de que los palestinos expulsados no regresaran y reclamaran sus
posesiones les declararon “ausentes”: al estar el dueño “ausente” Israel podía
expropiarle. Los recién llegados ocuparon las casas vacías de los palestinos
expulsados.”
Un país borrado del mapa
Salman Abu Sitta
Me gusta ir con el abuelo. Antes,
a las tardes, solía ir a jugar a la pelota con mi hermano Abdel pero ahora está
muy ocupado. Está distinto y grita todos los días. Le molestan los ruidos y se
sobresalta ante voces extrañas que llegan desde el callejón. Sé que no duerme
en su cama desde hace semanas, que llega al amanecer y de puntillas pasa por
encima de mí, agotado, para desplomarse a mi lado y dormitar durante toda la
mañana en un sueño agitado.
Por eso voy con el abuelo. Me
gustan sus historias de cuando era pequeño, como yo. Pero creo que su memoria
hace tiempo que viajó a otras tierras o se extravió por el camino como la
abuela, que salió una mañana de casa para ir al mercado y ya nunca volvió. Pero
no puedo hablar de esto, porque mamá cambia la sonrisa y se da la vuelta cerca
del patio, tapándose con un trapo. Dice que le da alergia el polvo de la
tierra, pero yo sé que no es verdad. Yo sé que llora por la abuela.
Ahora el abuelo cuenta cuando en
la huerta recogían los limones. Dice que tenían los limones más brillantes y
aromáticos de todo el pueblo y todos los vecinos les envidiaban. La abuela, mi
mamá, mis tíos y primos -a los que no conozco más que en fotografías- también
ayudaban, y luego exprimían el jugo, lo mezclaban con azúcar y hielo y lo
bebían golosos tumbados sobre un mantel, bajo las frondosas y amigables ramas
de los árboles. Allí protegidos del inclemente sol pasaban la tarde desgranando
historias de nuestro pueblo y nuestros parientes. Se jugaba y se hablaba del
futuro, de los proyectos de cada uno, siempre atendiendo a los sabios consejos
de los mayores.
Y mamá reía. Lo hacía tan alto y
tan potente que los pájaros huían volando de entre las ramas, prestos a buscar
lugares más apacibles. Me gusta esta historia pero mi abuelo es un mentiroso.
Yo jamás he oído reír a mamá así, ni he visto crecer cientos y cientos de
limoneros en huertas. Me pregunto por qué no podemos volver a un lugar tan
hermoso si aquí solo hay callejuelas que huelen a aguas descompuestas,
edificios que se desmenuzan y adultos preocupados.
Yo hago lo que puedo. Cuando mi
abuelo se queda ausente ha concluido el relato. Entonces su rostro se queda
mustio e incluso triste. Recojo el trozo de piedra que he traído conmigo y
dibujo en el suelo surcos ondulados imaginando un limonero. Luego tomo los
dedos de mi abuelo y le hago recorrer las suaves líneas del trazado. Es
entonces cuando mi abuelo vuelve a sonreír débilmente musitando en bajo tono...
Mi limonero.
“Lejos
de los ojos, lejos del corazón”.
En árabe: بعيد عن القلب ، بعيد عن العين
Cuando pasa mucho tiempo sin ver una
persona, tus sentimientos son cada vez son más fríos hacia él o ella. (Dicho popular árabe)
“¿Dónde está? ¿Dónde está?”
Leyla revuelve las prendas una y
otra vez, rebuscando angustiada entre los ajados cajones de la cómoda.
“Estaba segura de que las guardé
aquí, en el cofre de metal... No es posible que desaparezcan sin más. Si al
menos Abdel estuviera aquí, me ayudaría a buscar.”
Pero la realidad la supera y
termina desplomándose en el suelo, descorazonada, afligida; bañada en amargas
lágrimas que hablan de una fatiga e impotencia infinitas. El último lazo que la
mantenía unida al recuerdo de su madre no está. Los pendientes que un día
luciera en sus diminutas orejas y las
pulseras de plata que siempre tintineaban en su muñeca se han evaporado por
arte de magia. Todavía puede evocar el destello reflejado en el relieve
cincelado de las mismas, en aquellas felices tardes en las que se juntaban
todos en la huerta de su padre. Entonces su madre se quitaba las pulseras, una
a una, y se las dejaba a Leyla quien imaginaba que era una princesa árabe.
Hasta aquel día en que el
ejército israelí penetró en su pueblo y les expulsaron de sus casas alegando
que podía haber terroristas. Y ya nunca les permitieron volver. Aquella mañana
su madre había salido temprano al mercado. En el barullo de la revuelta un
soldado la golpeó con el arma y su madre dio con la nuca en el duro pavimento.
Ni siquiera pudieron enterrarla.
Sin el contacto real de las
joyas, su imagen se diluirá poco a poco; aguada por el tiempo y la distancia a
su hogar, a su pueblo, a su tierra. Se encuentra como un espectro en zona de
nadie, es un no-ciudadano en un país inventado. Agotada, Leyla zozobra en la
nostalgia, dejando vagar libres, los recuerdos de tiempos en los que se les
permitía ser dueños de su destino.
¡Gracias, Cristina!
[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]
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