viernes, 29 de noviembre de 2013

Relato: Líbano

Compartimos el relato de Alfonso Ramírez de Arellano que participó en el concurso de relatos "Familias refugiadas en Líbano ¿Qué ves tú?" con esta conversación a través de la red entre un periodista y una niña refugiada en Líbano.

-Hola Caracol
-Hola Camelia
-¿Vas a decirme tu nombre o te llamo Caracol?
-Mi nombre es Luís Fernando. 
-Vale, creo que te llamaré caracol. Parece que estás buscando a alguien para hablar de los palestinos que vivimos en el Líbano 
-Así es.
-¿Por qué?
-Soy periodista y quiero escribir un artículo sobre vosotros
-No has encontrado en el chat a nadie más. Yo sólo tengo doce años
-Me interesa conocer la visión de una niña como tú sobre cómo es vuestra vida. Además he visto lo que escribes y me gusta cómo te expresas.
-¿No te parezco un poco pequeña?
-No, me parece que tienes una edad ideal. No eres una niña pequeña ni eres tan mayor que sólo piense cosas de adultos.
-Me gusta lo que dices, pero te advierto que tengo responsabilidades….  Se llaman Ikram y Aya, son mis hermanos pequeños y debo cuidar de ellos. Pero si te interesa lo que pienso, puedes preguntar. A mí me gusta contar.
-Vale, muchas gracias. Ahí voy: ¿Dónde vives?
-Vivo en Rashidieh, en “el campamento nuevo”.
-¿Cómo es la vida en un campamento?
-Bueno te diría que como en cualquier parte. Te levantas muy temprano, haces el desayuno, los padres que tienen trabajo van a trabajar, muchas madres se ocupan de la casa, las hijas mayores como yo ayudamos en las cosas del hogar y con los hermanos…. En fin como todo el mundo, lo que pasa es que luego ves por la televisión como viven los americanos o los franceses, por poner un ejemplo, y te das cuenta de todo lo que nos falta: los ordenadores, el plasma, a veces la electricidad y el agua corriente, las bicis nuevas, el autobús escolar, la ropa, las casas bonitas con jardín, qué se yo.  
-¿Cómo es el clima donde vives. Hace frío o calor?
-Bueno, en verano hacer calor, pero algunas veces he ido con mi familia a la montaña y allí sí que hace frío.
-Hace mucho tiempo que vives ahí.
-Siempre he vivido aquí, aunque a veces sueño que he vivido en otro sitio. Mis padres hablan de Palestina constantemente y sus amigos también. De tanto mencionar esos lugares: la medina, la casa del abuelo con su patio y su limonero en el huerto, el horno donde iban a cocer el pan y todo eso, me parece que los conozco. En sueños he jugado muchas veces en las calles de Palestina y he sido muy feliz. Allí soy como una niña rica. No tengo que trabajar, me paso todo el día jugando o estudiando y no tengo que estar pendiente de mis hermanos, tenemos un ama, Yamala, que se ocupa de nosotros y un profesor particular, Josué. Los nombres los he sacado de las historias de mis padres cuando eran pequeños.
-Y aquí ¿tienes amigos?
-Sí, aquí es donde están mis amigos Anan, Diyan, Mohamed… después de las clases en la escuela siempre jugamos un rato.
¿A qué jugáis?
-A lo mismo que todos, al coger, a rayuela, a haspartum
-¿Qué es haspartum?
-Es un juego de pelota, le gusta sobre todo a los chicos, pero jugamos todos. Lo pasamos bien.  También tengo muchos primos, pero están en Palestina. Nunca los he visto, pero sus padres escriben y cuando podemos chateamos. A ver si te puedo mandar una foto, todavía no sé muy bien como ponerlas en internet, pero mi amigo español me ha dicho que me va a enseñar en su PC.
-¿No me digas que tienes amigos españoles como yo?
-Si, son mayores, Sandra de una ONG y Jordi que es soldado. Ellos son los que me dejan usar su ordenador y me han enseñado algunas palabras en castellano: Hola, buenos días, amiga, guapa 
-Ya veo que sabes hacer amigos y divertirte. Pareces feliz.
-Bueno, casi siempre. 
-Casi..
-Lo peor es la cara de tristeza de mi padre cuando se pone a recordar y el miedo en los ojos y las manos de mi madre cuando se oyen tiros a lo lejos o carreras de policía o soldados en la calle. Entonces a ella se le pone esa cara tan rara, se queda rígida y muda y le tiemblan las manos. Yo se las cojo y le digo que no va a pasar nada. 
-Y tú ¿no tienes miedo?
-No, que va. A mí nunca me ha pasado nada, ni a nadie que yo quiera. Sé que hay gente que lo ha pasado muy mal. Sé que hay cosas malas y gente que muere, pero yo solo siento miedo cuando lo veo en los mayores o se me escapan los pequeños. A mi no me va a pasar nada.
-Estoy seguro de eso. ¿Te gustaría vivir ahí toda tu vida?
-Bueno me gustaría ir a Palestina que es “nuestra patria”, pero también a Suiza. No tengo ni idea de cómo es, creo que hace mucho frío y hay árboles parecidos a nuestros cedros. Aquí todo el mundo dice que este país era la Suiza de oriente. Y cuando lo dicen se les pone los ojos soñadores, como cuando cuentan un cuento o recitan una poesía. Aquí los mayores casi nunca tienen esa expresión, siempre están serios, preocupados y concentrados en alguna tarea. ¿Palestina?, sí, claro, pero a veces veo mucha rabia o dolor en las personas cuando la mencionan. Suiza parece más alegre…. Pero no se lo digas a mis padres porque les darías un disgusto.
-¿Qué quieres ser mayor?
-¿Y eso que tiene que ver con lo que estamos hablando?
-Perdona, ¿te ha molestado la pregunta?
-No, es que… creo que ya soy mayor.
-Pero, Camelia, tú estás estudiando, tienes doce años y toda la vida por delante para ser lo que te propongas.
-Sí, claro, tienes razón. Perdona, tengo que irme a recoger a los pequeños y ayudar a mi madre con la comida y la ropa. Mañana hablamos otro rato ¿sí?
Claro que sí, bonita. Mañana y cuando tú quieras. A la misma hora que hoy?
-Vale.

¡Gracias, Alfonso!

[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]

martes, 26 de noviembre de 2013

Relato: Pelea. Resignación. Nostalgia

En el concurso de Familias refugiadas en Líbano ¿Que ves tú? participó Cristina Mendive con estos tres breves relatos sobre la ausencia de patria y el sentimiento de nostalgia. 

Artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948:
        1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.
Abdel se agazapó entre las zarzas, veloz como una liebre asustadiza, al oír las rítmicas pisadas que se acercaban desde su izquierda. Realizó un apremiante gesto con la mano libre a su primo Abu para que también se acuclillara entre los matojos y, después, delicadamente posó en tierra los tablones que ambos transportaban en la oscuridad.
Las siluetas de los soldados libaneses se iban aproximando y, con cada nuevo paso, la angustia de Abdel se iba acelerando hasta tener el convencimiento de que, tal que tensos tambores, sus palpitaciones podrían ser oídas a kilómetros de distancia.
Venían conversando despreocupados, intercambiando tabaco y quejándose de las desventajas del turno nocturno. Más peligroso o más tedioso, según se viera. Una inoportuna casualidad llevó a que se situaran justo al borde del terraplén bajo el que se parapetaban Abdel y su primo.
Abu temblaba tumbado en la pedregosa tierra; agarrotadas las manos mientras aferraba impulsivo los tablones para que ninguno resbalase ladera abajo. Abdel comenzó a rezar. Era demasiado a lo que se había expuesto para ahora abandonarlo todo de un plumazo.
Pensó en Sanaa; su amada Sanaa. En sus ojos almendrados y sus apetitosos labios. En su adorable timidez cuando se tapaba la boca al reírse. En su fortaleza cuando caminaba infatigable, días tras día, hasta el dispensario, a tres kilómetros de distancia, en busca de los medicamentos que necesitaba su padre y que, por bloqueos o al ser requisados, en multitud de ocasiones, nunca llegaban.
Deseaba regalarle un hogar de verdad. Un lugar propio en que acurrucarse al terminar el día, ajenos al desaliento de la realidad que los rodeaba. Un escondrijo secreto en el que evadirse de la cárcel en la que moraban desde hacía años. Un edén limitado pero, al mismo tiempo, liberador.
Pero, dentro del campo de refugiados de Badawwi, no les estaba permitido edificar más viviendas. Los refugiados palestinos no eran ciudadanos en Líbano; no estaban reconocidos; eran apátridas. Badawwi era una amalgama de terrosas viviendas que pugnaban por elevarse unas encima de las otras, en un vano intento por huir de los asfixiantes callejones en los que prácticamente no penetraba luz ninguna. Vivían asomados a ventanas que les deparaban vistas espejo de sus vidas. Un muro -el de la vivienda de al lado- igual al que se erigía tarde o temprano en sus mentes, que les cercenaba las expectativas, les coartaba la libertad y les conducía a la depresión... O la pelea.
Abdel era de estos últimos. Había decidido no dejarse vencer y, mediante la venta de algunas antiguas joyas de su abuela, había conseguido adquirir los materiales suficientes para construir, ilegalmente, una vivienda encima de la de sus padres.
Ahora tan solo debía transportar el cargamento clandestinamente desde la zona libanesa hasta el campamento de refugiados. Y trabajar a tiempo nocturno.
Volvió a evocar a Sanaa. Sus delicados tobillos. Su risa inocente. Contuvo el aliento una vez más y rezó de nuevo, tan solo deseando que los tablones no emitiesen ningún ruido, que los guardias continuasen su ronda y que él pudiera llevar a cabo, finalmente, su valiente odisea.

“Para asegurarse de que los palestinos expulsados no regresaran y reclamaran sus posesiones les declararon “ausentes”: al estar el dueño “ausente” Israel podía expropiarle. Los recién llegados ocuparon las casas vacías de los palestinos expulsados.”
Un país borrado del mapa
Salman Abu Sitta
Me gusta ir con el abuelo. Antes, a las tardes, solía ir a jugar a la pelota con mi hermano Abdel pero ahora está muy ocupado. Está distinto y grita todos los días. Le molestan los ruidos y se sobresalta ante voces extrañas que llegan desde el callejón. Sé que no duerme en su cama desde hace semanas, que llega al amanecer y de puntillas pasa por encima de mí, agotado, para desplomarse a mi lado y dormitar durante toda la mañana en un sueño agitado.
Por eso voy con el abuelo. Me gustan sus historias de cuando era pequeño, como yo. Pero creo que su memoria hace tiempo que viajó a otras tierras o se extravió por el camino como la abuela, que salió una mañana de casa para ir al mercado y ya nunca volvió. Pero no puedo hablar de esto, porque mamá cambia la sonrisa y se da la vuelta cerca del patio, tapándose con un trapo. Dice que le da alergia el polvo de la tierra, pero yo sé que no es verdad. Yo sé que llora por la abuela.
Ahora el abuelo cuenta cuando en la huerta recogían los limones. Dice que tenían los limones más brillantes y aromáticos de todo el pueblo y todos los vecinos les envidiaban. La abuela, mi mamá, mis tíos y primos -a los que no conozco más que en fotografías- también ayudaban, y luego exprimían el jugo, lo mezclaban con azúcar y hielo y lo bebían golosos tumbados sobre un mantel, bajo las frondosas y amigables ramas de los árboles. Allí protegidos del inclemente sol pasaban la tarde desgranando historias de nuestro pueblo y nuestros parientes. Se jugaba y se hablaba del futuro, de los proyectos de cada uno, siempre atendiendo a los sabios consejos de los mayores.
Y mamá reía. Lo hacía tan alto y tan potente que los pájaros huían volando de entre las ramas, prestos a buscar lugares más apacibles. Me gusta esta historia pero mi abuelo es un mentiroso. Yo jamás he oído reír a mamá así, ni he visto crecer cientos y cientos de limoneros en huertas. Me pregunto por qué no podemos volver a un lugar tan hermoso si aquí solo hay callejuelas que huelen a aguas descompuestas, edificios que se desmenuzan y adultos preocupados.
Yo hago lo que puedo. Cuando mi abuelo se queda ausente ha concluido el relato. Entonces su rostro se queda mustio e incluso triste. Recojo el trozo de piedra que he traído conmigo y dibujo en el suelo surcos ondulados imaginando un limonero. Luego tomo los dedos de mi abuelo y le hago recorrer las suaves líneas del trazado. Es entonces cuando mi abuelo vuelve a sonreír débilmente musitando en bajo tono... Mi limonero.

“Lejos de los ojos, lejos del corazón”. En árabe: بعيد عن القلب ، بعيد عن العين
Cuando pasa mucho tiempo sin ver una persona, tus sentimientos son cada vez son más fríos hacia él o ella. (Dicho popular árabe)
“¿Dónde está? ¿Dónde está?”
Leyla revuelve las prendas una y otra vez, rebuscando angustiada entre los ajados cajones de la cómoda.
“Estaba segura de que las guardé aquí, en el cofre de metal... No es posible que desaparezcan sin más. Si al menos Abdel estuviera aquí, me ayudaría a buscar.”
Pero la realidad la supera y termina desplomándose en el suelo, descorazonada, afligida; bañada en amargas lágrimas que hablan de una fatiga e impotencia infinitas. El último lazo que la mantenía unida al recuerdo de su madre no está. Los pendientes que un día luciera en sus diminutas orejas y  las pulseras de plata que siempre tintineaban en su muñeca se han evaporado por arte de magia. Todavía puede evocar el destello reflejado en el relieve cincelado de las mismas, en aquellas felices tardes en las que se juntaban todos en la huerta de su padre. Entonces su madre se quitaba las pulseras, una a una, y se las dejaba a Leyla quien imaginaba que era una princesa árabe.
Hasta aquel día en que el ejército israelí penetró en su pueblo y les expulsaron de sus casas alegando que podía haber terroristas. Y ya nunca les permitieron volver. Aquella mañana su madre había salido temprano al mercado. En el barullo de la revuelta un soldado la golpeó con el arma y su madre dio con la nuca en el duro pavimento. Ni siquiera pudieron enterrarla.
Sin el contacto real de las joyas, su imagen se diluirá poco a poco; aguada por el tiempo y la distancia a su hogar, a su pueblo, a su tierra. Se encuentra como un espectro en zona de nadie, es un no-ciudadano en un país inventado. Agotada, Leyla zozobra en la nostalgia, dejando vagar libres, los recuerdos de tiempos en los que se les permitía ser dueños de su destino.

¡Gracias, Cristina!

[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Relato: Pan de cada día

Este relato de Marcelo Rocha sobre el valor de cada vida también participó en el concurso "Familias refugiadas en Líbano ¿Qué ves tú?".

La compañía Sierra patrullaba las calles de la ciudad del Líbano, la guerra había terminado pero todavía continuaban las patrullas de reconocimiento de algunas zonas, durante la mitad de su recorrido el operador de radio recibía de la base central la alerta de un coche bomba, El operador inmediatamente se lo comunica al Capitán, esté ocultando su nerviosismo pide la radio para comunicárselo al resto del convoy.
-Aquí Sierra para toda la malla, tenemos un aviso de alerta, es más que probable que haya un coche bomba en la dirección de nuestro recorrido, vamos a desviarnos hacia la ruta Bravo.
Todos los operadores de radio del resto del convoy daban el recibido y en cada vehículo el nerviosismo se tomaba de distinta manera, algunos soldados iban nerviosos y en especial el soldado Dávila, era el tirador de ametralladora del último vehículo del convoy, estaba muy nervioso y para él todo lo que había a su alrededor era peligro, aquella alerta le inquieta más que a los otros, sobre todo el coche bomba, pensó que lo más seguro era que podía venir por detrás y explotar cerca de él, porque esa era la manera en que lo hacían.
Todo el convoy cambio de ruta y se disponían a regresar a la base, pero la ruta que habían tomado estaba atascada de vehículos civiles. Ellos al ser militares se metieron en medio de la calle y no dejaron que nadie les adelantara, el soldado Dávila siendo el tirador del último vehículo hacia señales para que ningún vehículo se acerque al convoy; la mayoría de la población respetaba las señales pero alguna que otra persona se atrevía a acercarse más de lo debido, Dávila pudo ver a una motocicleta que venía a gran velocidad, esquivaba a varios vehículos y pronto llegaría a su posición, intento avisar a su Sargento para que le diera permiso para disparar, pero viendo que no tenía tiempo y para que la motocicleta se detuviera empezó a disparar en su delante, el sonido y los rebotes de las balas hizo que la motocicleta se detuviera y aquel hombre hiciera una seña de implorar, varias personas civiles se asustaron porque los rebotes de las balas impactaban en las paredes de la calle. El sargento que estaba a cargo del soldado se acercó a él y pidió que controlara su nerviosismo y que evitara disparar, el soldado quiso dar explicaciones pero su sargento no le dejo.
El poco tiempo los vehículos civiles nuevamente se acercaban a su posición,
Dávila hacia señas pero nadie le pretendía hacerse caso, poco a poco seguían acercándose, al cabo de unos 10 minutos los vehículos civiles empezaron a quedarse rezagados, y guardaban gran distancia del convoy, el soldado Dávila vio como algunas personas detenían sus vehículos y pensó que habían al fin le habían entendido, muy sonriente se dio la vuelta avisando a sus compañeros que había logrado detenerlos, pero durante esos dos minutos que estuvo de espaladas a la retaguardia vino el coche bomba por detrás del convoy y explosionó en su vehículo, ese coche bomba había estado estacionado a un borde la carretera y nadie se había percatado, todos los miembros del vehículo habían quedado gravemente heridos. Toda la calle era un caos pero lo peor de aquel atentado eran las victimas que estaban en la calle, eran personas inocentes y varios eran niños. Pronto los otros vehículos del convoy resguardaban la zona para retirar a sus compañeros. Los llevaron al hospital y pudieron salvar a todos, excepto al tirador, sus heridas habían sido muy graves y poco antes de que llegara al hospital había muerto.
El Sargento estaba muy triste por la pérdida de su soldado, durante una semana se recuperó en el hospital. Al final de aquella semana con la mejora de sus heridas y pudiendo caminar pidió recibir el alta hospitalaria para volver a patrullar, el médico que era Búlgaro le dijo que no era buena idea.
-Lo mejor será que no vuelva a salir, no es bueno para usted ni para el resto de su compañía –se lo recomendaba afectuosamente.
-Hago lo que quiero y quiero irme de aquí –le dijo enfadado por esa forma de expresarse del médico.
-¿Sabe usted para que quiere salir? –le preguntó el médico, vio que el sargento no podía contestar pero aun así espero a su respuesta.
-Es mi trabajo –le replicaba dubitativo –además mi soldado está muerto y tengo que hacer honor a su nombre.
-¿Ahora quiere matar? ¿Morir?... ya no está en condiciones de hacer este trabajo – se lo recordaba enfáticamente.
-Toda la compañía y la Unidad en general está de luto, se han metido con una persona inocente –expresaba el sargento algo melancólico.
-Pero…¿sabe usted cuantas personas murieron? …Me refiero a personas civiles, me sorprende que todos hablen de un soldado pero no por todas aquellas personas inocentes que ahora mismo están muertas.
-Pero…eso no es nuestro problema, nosotros estamos aquí para otra cosa.
-¿Me lo puede decir?
-No es nuestro problema, porque no lo deja –le dijo esquivamente.
-¿No es nuestro problema?…-repitió el médico vagamente-. Este problema es de todos, pero está bien, no es su problema ni el de su unidad. El problema debe ser la población y no de ustedes.
-Con ese sarcasmo no me dice nada claro.
-Solo quiero que sepa que con esa actitud no se puede venir a ofrecer paz y seguridad. Sí los militares han ayudado este aquí, pero…….eso fue antes, pero los coches comba de ahora están porque ustedes continúan, ahora mismo los militares ayudan muy poco o escasamente a la población…por cierto, hay muerto veintitrés personas inocentes que perdieron la vida, debería de ponerse a pensar también en ellos…son por estas razones que la población huye de este lugar.
-Poco o nada me interesa.
-Por eso mismo se lo digo, sé que no me escuchará; pero, si intentara ponerse en
su lugar; se daría cuenta de lo que significa abandonar tu hogar.

¡Gracias, Marcelo!

[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]