lunes, 14 de abril de 2014

Relato: Refugiados Palestinos en el Líbano: El Pueblo Olvidado

Este relato sobre el pueblo palestino de Carolina Irusta también participó en el concurso de "Familias refugiadas en Líbano ¿Qué ves tú?.

“Piedra preciosa en su noche sangrienta,
Nuestra patria resplandece a lo lejos
E ilumina su entorno...
Pero nosotros en ella
Nos ahogamos sin cesar.”

Mahmoud Darwish  “Para Nuestra Patria

Si el día de mañana estuviésemos en la situación de vivir como hacen los miles de refugiados Palestinos en el Líbano, nuestra realidad seria muy distinta y las dificultades abrumadoras.
Por ley en el Líbano, los refugiados Palestinos no tienen derechos en el ámbito social, político y económico de la sociedad Libanesa y por ello representan el grupo social más pobre del país con un total de 66.4% de pobreza y un índice de desempleo de 56% según la agencia de refugiados para Palestinos de la O.N.U, la U.N.R.W.A . 
La marginalización de la comunidad de refugiados Palestinos impide acceso a la electricidad, agua, medicinas, o trabajo y ninguna posibilidad de participar en las decisiones políticas que les afectan para poder salir de su situación actual.
La vida en los campos es extremadamente limitada en cuanto a recursos básicos para sobrevivir. Al andar entre las calles muchos niños juegan sin zapatos entre suciedad y olores putrefactos, cada día son expuestos a una multitud de enfermedades de las cuales la mayoría no tienen acceso a tratamientos médicos. En el caso de que alguien necesite tratamiento médico y no tenga dinero, el obtener acceso a ello depende de la generosidad de  los médicos y farmacéuticos o donaciones privadas para tener acceso a curas puesto que cuentan con apoyo muy limitado por parte de las organizaciones que más las representan como son hoy en día la U.N.R.W.A, la Organización por la Libración Palestina (O.L.P), Fatah o Hamas.
La mayoría de los más pequeños, sobre todo los chicos, no ven la educación como algo necesario, carecen de toda motivación para aprender y prefieren jugar en las calles donde son susceptibles a las drogas, al alcohol y al vandalismo. Esto es debido a que tienen pocos recursos para jugar y los padres no pueden estar cerca para supervisarlos puesto que aquellos que tienen la suerte están trabajando o al ser familias muy numerosas tienen que cuidar de los demás creando un circulo 
vicioso del cual es muy difícil salir.
Los campos de refugiados son por lo general de las zonas más pobres del Líbano donde muy pocos logran salir y prosperar. Conozco a Ashraf de 26 años, se crió en el campo de Rashidieh en el sur del 
Líbano y es de los pocos que ha logrado salir y encontrar trabajo. Me cuenta que en los campos la gente es muy conservadora y a la vez humilde pero al hablarme de la juventud me explica que en general los niños y adolescentes son muy agresivos y muchos no han salido de las inmediaciones del campo de refugiados. Ashraf ha tenido que luchar contra todos los obstáculos en el campo de refugiados para encontrar un trabajo como administrador de una panadería puesto que la ley en Líbano prohíbe a los Palestinos ejercer más de 25 oficios de los cuales medicina, política, derecho, economía o ingeniería etc. son algunos de ellos. Esto supone un gran problema puesto que algunos jóvenes consiguen licenciarse de dichas carreras pero no tiene ninguna oportunidad de trabajo local debido a las restricciones o papeles para irse al extranjero para poder ejercer de lo que han estudiado.
La estancia de los Palestinos en el Líbano era temporal, pero hoy después de 4 generaciones, los palestinos no tienen derecho a la nacionalidad Libanesa y por lo tanto no pueden viajar. Esto provoca una gran frustración puesto que el recurso más preciado hoy en día es la educación pero al ser limitados laboralmente permanecerán en su misma condición y poco a poco serán más vulnerables a dejar de lado los estudios y encontrar otros medios para conseguir dinero.
La mayoría de las instalaciones en los campos no han sido renovadas desde que se crearon hace décadas. Por lo general los campos están sobrepoblados, por ejemplo Shatila tiene una población de 8.500 refugiados en un territorio de un kilómetro cuadrado aproximadamente, y junto con los otros campos uno de los índices más altos de enfermedades mentales en el mundo Árabe.
Esta situación desesperante de extrema pobreza y de escasez de recursos genera mucha desesperación entre los palestinos y se llaman denominan “al sha´ab al munsyia” (el pueblo olvidado). 
Hablando con Fátima de 13 años me cuenta que siente que vive en una prisión al aire libre y que el campo es como una ciudad fantasma en la que pasean cuerpos sin almas. Por ello, sueña con salir del campo donde cuenta que “todo es más bonito y la gente más agradable”. Como la mayoría de los niños a quienes les he preguntado que les gustaría ser de mayor, Fátima me contesta que sueña con ser profesora, una de las tres opciones por las cuales suelen optar los niños, las dos restantes son empleados de UNRWA o ser un mártires. 
Esto es la realidad que de cada palestino refugiado en los campos en el Líbano, sin voz, sin reconocimiento y sin ilusión hacia el futuro.
Todas estas décadas de sufrimiento aun no les ha dado los derechos imprescindibles a cualquier ser humano. En conclusión el Palestino en el Líbano es marginado debido al sistema político que le impide integrarse en la sociedad y la escasez de apoyo y recursos proporcionados por parte de las organizaciones que las representan.

¡Gracias, Carolina!

Con este, terminamos la difusión de los relatos. ¡Muchas gracias a todos/as por participar!

[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]


lunes, 7 de abril de 2014

Relato: La piel de Beirut

Inspirada por la fotografía de Jaime G. Masip, Weselina Gacińska escribió este cuento para participar en el concurso de relatos "Familias refugiadas en Líbano ¿Qué ves tú?".

Autor: Jaime G. Masip. Fotografía presentada en la exposición Palestinos en Líbano.
Ciudadanos de otro estado.

La densidad de población en el campo sube sin parar y yo sigo con mi maldición. Una cuarentona como yo no debería sentirse tan abandonada y sin compañía. No veo solución a mi 
futuro. Estuve llena de vida, de voces, de ilusión, que fueron calladas. Aquí en Sabra, con este pasado, es difícil seguir adelante.
- Este es el sitio que te dije. ¿Ves? Está vacío– dijo uno de los chicos entregando un cigarrillo 
a su acompañante. 
Cuando entraron y sentí el humo exhalado, la antigua emoción se apoderó de mi. La charla alegre y la inocente voz de uno de ellos me recordaba al hijo de la familia que tanto significópara mí. Su presencia abrió la vieja herida y un recuerdo de aquellas personas que nunca volví a ver.
Con apenas diez años de vida perdí la oportunidad de alcanzar un estatus social digno. En aquel entonces daba albergue a una familia que en ese momento me abandonó. Aquel 17 de septiembre la vi acercarse por una calle chillando, anunciando a las vecinas las terribles noticias sobre degollados, disparados, y cuerpos mutilados con cuchillos. Los niños muertos, olor a sangre. Cuando llegó a mi, cerró la puerta con llave, buscó el fusil guardado bajo el sofá y se puso en la ventana.
- ¡A la esquína, destrás del armario, ya se dirigió al niño que seguía dando vueltas nervioso y alterado. El pequeño permaneció a su lado. 
Cuando aparecieron los falangistas la mujer apretó el gatillo con torpeza, pero sin miedo. “Mi hijo, mi hijo”- pensaba mientras todas las balas fallaban su destino. Se escuchó el sonido del vidrio roto y por la ventana entró un bote de humo acompañado de disparos que provocaron mis heridas, todavía no cicatrizadas. Me asifxié y vi como salía a la calle la valiente mujer con su hijo intentando escapar de la falta de oxígeno.
Estábamos rodeados por la milicia, ellos y yo. En la calle cubierta con polvo y basura, entre los gritos y las risas de los opresores, uno de ellos agarró la mujer por el pelo cuando se cayó de rodillas. El otro, con un gesto firme, sujetando al niño ante sus ojos, paso con mucho cuidado un cuchillo por el cuello del pequeño. Este proceso mortal fue rápido y preciso. Un tiro acabó con el sufrimiento de la madre. 
¿Quién más lo vio? Yo y todos los demás. El recuerdo, pero también el silencio, hasta hoy permanece en todas las familias y el miedo todavía se apodera de los habitantes de Sabra. Nadie cree ni espera la justicia, mientras que la memoria se alimenta de los viejos rencores. 
¿Qué pasó conmigo? Me quedé en mi lugar, mutilada y humillada. Mis paredes se han convertido en un almacén, un basurero, y ahora refugio de los jóvenes. Para siempre perdí mi oportunidad de convertirme en un hogar y ver pasar las generaciones. Quién pudiera con sus dedos sentir conmigo la historia grabada en mi piel balazo a balazo.

¡Gracias, Weselina!

[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]

lunes, 31 de marzo de 2014

Relato: Una niña de pan

María Esteban participó en el concurso "Familias refugiadas en Líbano ¿Qué ves tú?" con la historia de Kaseem contada por su nieto Aissah.

Un murmullo recorre la sala, se acopla un micrófono.
Hola, mi nombre es Aissah y tengo 6 años, vivo en Qadas un pueblo de montaña situado en Palestina, al norte de la capital.
Soy la menor de 4 hermanos y vivo en una choza, hecha por mi padre.
La gente de mi pueblo vive del campo, los más afortunados también de sus animales. Yo como cualquier niño solo me dedico a jugar e ir a la escuela.
Les voy a presentar a alguien, es un hombre mayor, con fama de cascarrabias, pero lo único que es, es un hombre en paz. No muy alto y muy delgado, barba grisácea y de ojos verdes. Se llama Kaseem y es mi abuelo. Recuerdo sus manos, la aspereza y fortaleza de sus manos, hechas de trigo, grabadas a fuego propias de un superviviente.
Una noche, antes del alba un ruido me despertó, me asome a un pequeño agujero en la pared y vi a mi abuelo. Estaba haciendo una masa con harina, agua y sal, la arrullaba y la arrullaba y cuando tenía un poco de consistencia, las echaba al fuego, un fuego de brasas apunto de consumirse, pero suficiente para cocer una pan, redondo y con toda su miga.
Todas las noches hacia el mismo ritual de masas y trigo, a veces les echaba manteca y otras veces se quemaba limando la primera capa demasiado oscura por culpa del carbón. Pues bien, él no lo sabía, pero yo lo miraba en silencio desde aquel agujerito. No era gran cosa, pero a mí me parecía fascinante observarlo en mitad de la noche y como de una masa con agua, nos daba alimento.
Aquella noche parecía que todo sería igual, no había despertador ninguno, era innecesario a veces el ser humano es mejor que cualquiera máquina, de rodillas amasando, lo miraba esperando al siguiente paso cuando el metal chocó contra el suelo, una nube de polvo se levantó y comenzó el bombardeo. Asustada corrí hacia mi abuelo y el no dudo ni un segundo, parecía que sabía del desastre. Me agarró por lo hombros y me dijo “corre mi niña, corre hasta el monte que por la mañana iré yo a buscarte con el pan” me negué y rompí a llorar, lo mire y volvió a decirme “si mi niña corre hacia al monte que allí estaré contigo”.
Le hice caso y tan rápido me llevaron mis pies llegue al monte, amanecí encima de una piedra, grite y grite el nombre de mi abuelo, pero parecía estar sola allí. Baje al pueblo y lo único que quedo era muerte, mi pueblo había sido arrasado y yo era una pieza más de la injusticia a la
deriva. ¿Saben lo que me salvo? No había que comer, pero yo veía a mi abuelo, recordaba como revolvía y hacia pan y estuve 11 días hasta que me encontraron haciendo pan.
Una mujer rubia, occidental vestida de blanco y con una gran cruz roja en su espalda, me encontró, me dijo que iríamos de visitas a campamentos que allí estaría mi familia. Pero mi familia nunca estuvo allí, en esos pueblos movibles solo había gente como yo, mutilados o no, les faltaba más de la mitad de su vida. Habíamos sido perseguidos y arrasados por según unos, estar en territorio de otros. Han pasado 25 años de aquella historia, mi historia, la de la niña que sobrevivió comiendo pan, dio la vuelta al mundo. Pase años buscando a mi familia de campamento en campamento, siendo un número refugiándome en el Líbano y lo más cerca que estuve de encontrar a mi abuelo fue aquella mañana de bombas, en el monte.

¡Gracias, María!

[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]

martes, 28 de enero de 2014

Relato: La alegría de un pueblo que sonríe a pesar de haberlo perdido todo

Al concurso "Familias refugiadas en Líbano ¿Qué ves tú?" también llegó este relato de Marta Bretón. En él relata la visita al campo de refugiados de Rashidieh.

Lunes 26 de Agosto de 2013, llegada al campo de refugiados de Rashidieh, sur de Líbano.
Su mirada. Rostros llenos de ojos me dan la bienvenida. Rostros que me miran fijamente como buscando respuestas, ante las que yo solo puedo responder con el silencio. Aquella sensación inigualable de honestidad brutal en sus sonrisas no puede más que sonrojarme. Me miran y me sonríen quizás imaginando que mi sola presencia, mis ojos darán voz a sus preguntas y quizás con suerte, su mensaje siga golpeando conciencias hasta lograr despertar al mundo de su letargo ante una injusticia que dura ya demasiado tiempo, que ya no deja hueco para la desesperanza. Sus miradas nos recuerdan a occidente que ya hoy es demasiado tarde. Camino entre sus calles laberínticas, el viento caluroso que sopla del oeste, amenaza con descolgar la telaraña de cables que se sostiene sobre nuestras cabezas. Edificios a medio construir, calles sin asfaltar, paredes de distintas tonalidades de ocres se mezclan en mi retina como sobre una paleta. A pesar del calor el movimiento no cesa. El polvo se mezcla en el ambiente provocando una imagen casi onírica. Una ciudad fantasmagórica en la que sin embargo, se respira tanta vida…
La única constante en aquel gigante de hormigón donde conviven hacinadas alrededor de treinta mil personas es la hospitalidad de sus habitantes. Por fin llegamos a casa de Manal, una mujer refugiada de unos cincuenta años que me explica como tras la intifada palestina que se inició en 1987 y que dio nombre a la famosa Guerra de las piedras lo perdió todo. Relata con una entereza sobrehumana como presenció los asesinatos de su marido y su único hijo varón y como ella sola logró huir con sus tres hijas menores. Llegó al campamento hace ya más de veinte años y gracias a una pequeña ayuda económica logró crear un pequeño negocio de venta de telas en su propia casa.
Poco a poco fue consiguiendo ingresos suficientes para mantener a sus hijas y pagarles sus estudios. A día de hoy su hija mayor, Aaminah, es profesora de literatura y se esfuerza cada día en transmitir esa fuerza y motivación que aprendió de su madre a sus alumnos, para que logren alcanzar sus metas y mantener intactos sus sueños de vivir en libertad.
No lejos de allí vive Hiba con su pareja y sus dos hermanos pequeños. Una joven de apenas veinte años embarazada de 6 meses que sobrevivió al reciente ataque contra Dil Al-Balah, en la zona central de Gaza. Sus padres aún continúan aislados expuestos a las amenazas y actos de fuerza. Ella ha logrado crear un grupo de trabajo y con otras mujeres están recopilando datos de su comunidad para lograr reubicar a todos en el nuevo campamento. Los hermanos de Hiba me observan mientras su hermana habla como esperando su turno, a su corta edad ya tienen su propia historia de supervivencia.
Ashraf tiene doce años y su hermana Saïda nueve. Me cuentan que el conflicto durará poco y que pronto se reunirán con sus padres. Están convencidos de ello, me aseguran entre medias sonrisas. Cuando les pregunto porqué están tan seguros me responden que han hablado con niños israelíes, que se comunican a través de mensajes escritos en cometas en dónde hablan de libertad y paz para su pueblo. La madurez con la que Saïda me explica que los niños entenderán su mensaje de esperanza porque esta situación no tiene ningún sentido me hace estremecer. Solo mirando desde los ojos de un niño podemos entender que sea posible enviar envuelto en papel de colores aquel viejo odio.
Los días se escapan entre mis dedos cual arena. Me esfuerzo por anotarlo todo, por no perder detalle, aprendiendo poco a poco a escuchar más allá de las palabras, miro los ojos de toda esta gente, vivo de algún modo todas esas vidas que no he vivido, y me adueño de sus historias, penetran bajo mi piel hasta sentirme uno más. El campo y sus habitantes me acogen, me integran como parte de ellos, llegando casi a pertenecerme, ¿O soy yo quien les pertenece?
Ahmad Al-Ja’bary, Hiba Al-Mashharawi, Marwan Abu Al-Qumsan, Faris Al-Basyouni, Tahrir Suliman, son solo algunos de los nombres de personas que forman y formarán parte de la memoria colectiva de la diáspora palestina.
Cae sobre mis hombros la responsabilidad de contar su historia. Pero no como una historia más de sufrimiento, quiero romper con los estereotipos, superar los rencores y trasladar aquello que sentí, lo que sus ojos me enseñaron: fe, dignidad, ilusión y compromiso. Compromiso con un mundo mejor, con la memoria, la ilusión de un futuro en paz, de vivir como vivimos tú y yo, en libertad.
Estas personas que han perdido sus tierras, sus hogares, su familia, sus raíces, han logrado mostrarme sin embargo, su alegría, la alegría de un pueblo que sonríe a pesar de haberlo perdido todo…me viene a la mente el poema de Rafeef Ziadah, ante la pregunta de un periodista, sobre si no creía que esta situación acabaría si no enseñasen tanto odio a sus hijos, y que se resume en estas palabras: “Nosotros no enseñamos odio a nuestros hijos, nosotros enseñamos vida, señor". Resulta admirable cómo sacan fuerza de flaquezas para levantarse cada mañana, como apoyados en la solidaridad para con las víctimas inocentes, en el amor por sus hijos, se esfuerzan cada día para ofrecerles, quien sabe si en un futuro próximo, una vida mejor.
Domingo, 15 de septiembre de 2013, en el avión destino aeropuerto de Barajas, emprendemos el camino de regreso.
Con la mente aún aletargada por tantas emociones, respiro hondo y hago repaso. Multitud de imágenes golpean mi cabeza. Paisajes, vivencias, momentos, pero sobre todo, miradas, todas y cada una de esas miradas. Resulta imposible expresar en palabras lo que experimenté, sentí y crecí en apenas tres semanas.
Aquellos ojos inquietos que me recibieron llenos de preguntas se remueven hoy dentro de mí, exigiéndome ponerle voz a sus vidas, impidiendo aquel primer silencio. Después de más de sesenta años de ceguera selectiva el compromiso ético y moral de occidente es mucho más que necesario, es un deber moral irrenunciable. Cerca de cinco millones de refugiados palestinos justifican nuestro grito, pues su verdad sigue viva en todos y cada uno de ellos.
Quizás no podamos nunca devolver los años invertidos, la tierra secuestrada, los seres queridos, pero sin duda, no todo está perdido. Todos los esfuerzos emprendidos, todos esos pequeños grandes retos logrados, por minúsculos que puedan parecer a nuestros ojos no son ecos en medio del desierto. Construyamos los cimientos de un futuro lleno de cometas con mensajes de esperanza, si ellos pueden creer nosotros debemos dar luz a sus sueños.
La cercanía del aterrizaje presiona sobre mi pecho, me asomo por la ventanilla del avión y logro divisar el suelo de Madrid; en mis manos y no de forma casual llevo el libro de Viktor Frankl: El hombre en busca de sentido. Creo que todo lo vivido puedo resumirlo con una sola frase: “No es el sufrimiento en si mismo el que hace madurar al ser humano, es el ser humano el que da sentido al sufrimiento."


¡Gracias, Marta!

[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]

miércoles, 15 de enero de 2014

Relato: Desierto en ninguna parte

Esther Prieto participó en el concurso de "Familias refugiadas en Líbano ¿Qué ves tú?" con este relato sobre la vida de Alib.

Y de pronto, el abismo, el caos, la oscuridad, el desierto… Acabamos de llegar pero parece que llevamos toda la vida aquí. Las noticias que nos llegaban durante nuestro camino no difieren en nada de la realidad. Pero la realidad se torna más dura cuando la vives en primera persona. Estamos ya dentro, en el mismo corazón del tornado sin final. Ya hemos llegado. Aun no sabemos dónde parar y asentarnos, y la noche amenaza con llegar, rápida y fulminante como una bomba sembrando la incertidumbre de no saber dónde se dejará caer, y el manto del firmamento teñirá el cielo llenándolo todo de oscuridad, más oscuridad. Damos vueltas en círculo y sobre nosotros mismos, de un lado a otro. A nuestro alrededor hay demasiada gente. Son personas como nosotros, pero parecen extraños. Nos sentamos sobre los bultos llenos de cosas personales, lo primero que cogimos, lo imprescindible, lo necesario y ahora, lo único. Todo lo demás, pocas pertenencias pues nuestra familia siempre fue muy humilde, se quedaron en algún lugar de nuestras vidas pasadas.
Donde estamos es…en ningún lugar, en medio de ninguna parte. En tierra de nadie, olvidados del resto del mundo y alejados de la mano de Dios... Nuestro Dios, ¿nos ha abandonado? A veces pierdo la fe y entonces no quiero vivir pero después recupero la cordura y mantengo un hilo de esperanza. Una esperanza que se oculta entre la arena, entre sonidos estridentes, gritos y llantos, desesperación y resignación. Después llega la calma, la aceptación de nuestro presente. Quizás por guardar algo de confianza en el futuro, en las gentes que están fuera de este laberinto oscuro e inmenso. 
Anochece al fin. Nos recostamos casi por inercia encima de cualquier cosa. El cielo está estrellado. El frío de la noche cala los huesos. El vacío y la oscuridad se enganchan en el alma. Se escuchan a lo lejos sonidos de un llanto cercano. Murmullos ahogados y después, el silencio. Un silencio agotador e interminable.
Nos encomendamos a nuestro Dios una vez más, con la mirada puesta en el mañana. Pero mientras, seguimos aquí, como todos los demás.
Me llamo Alib, pero soy un grano de arena más en este desierto. En realidad, no soy nadie en concreto y vivo en mitad de ninguna parte.

¡Gracias, Esther!

[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]