Al concurso "Familias refugiadas en Líbano ¿Qué ves tú?" también llegó este relato de Marta Bretón. En él relata la visita al campo de refugiados de Rashidieh.
Lunes 26 de Agosto de 2013, llegada al campo de refugiados de Rashidieh, sur de Líbano.
Su mirada. Rostros llenos de ojos me dan la bienvenida. Rostros que me miran fijamente como buscando respuestas, ante las que yo solo puedo responder con el silencio. Aquella sensación inigualable de honestidad brutal en sus sonrisas no puede más que sonrojarme. Me miran y me sonríen quizás imaginando que mi sola presencia, mis ojos darán voz a sus preguntas y quizás con suerte, su mensaje siga golpeando conciencias hasta lograr despertar al mundo de su letargo ante una injusticia que dura ya demasiado tiempo, que ya no deja hueco para la desesperanza. Sus miradas nos recuerdan a occidente que ya hoy es demasiado tarde. Camino entre sus calles laberínticas, el viento caluroso que sopla del oeste, amenaza con descolgar la telaraña de cables que se sostiene sobre nuestras cabezas. Edificios a medio construir, calles sin asfaltar, paredes de distintas tonalidades de ocres se mezclan en mi retina como sobre una paleta. A pesar del calor el movimiento no cesa. El polvo se mezcla en el ambiente provocando una imagen casi onírica. Una ciudad fantasmagórica en la que sin embargo, se respira tanta vida…
La única constante en aquel gigante de hormigón donde conviven hacinadas alrededor de treinta mil personas es la hospitalidad de sus habitantes. Por fin llegamos a casa de Manal, una mujer refugiada de unos cincuenta años que me explica como tras la intifada palestina que se inició en 1987 y que dio nombre a la famosa Guerra de las piedras lo perdió todo. Relata con una entereza sobrehumana como presenció los asesinatos de su marido y su único hijo varón y como ella sola logró huir con sus tres hijas menores. Llegó al campamento hace ya más de veinte años y gracias a una pequeña ayuda económica logró crear un pequeño negocio de venta de telas en su propia casa.
Poco a poco fue consiguiendo ingresos suficientes para mantener a sus hijas y pagarles sus estudios. A día de hoy su hija mayor, Aaminah, es profesora de literatura y se esfuerza cada día en transmitir esa fuerza y motivación que aprendió de su madre a sus alumnos, para que logren alcanzar sus metas y mantener intactos sus sueños de vivir en libertad.
No lejos de allí vive Hiba con su pareja y sus dos hermanos pequeños. Una joven de apenas veinte años embarazada de 6 meses que sobrevivió al reciente ataque contra Dil Al-Balah, en la zona central de Gaza. Sus padres aún continúan aislados expuestos a las amenazas y actos de fuerza. Ella ha logrado crear un grupo de trabajo y con otras mujeres están recopilando datos de su comunidad para lograr reubicar a todos en el nuevo campamento. Los hermanos de Hiba me observan mientras su hermana habla como esperando su turno, a su corta edad ya tienen su propia historia de supervivencia.
Ashraf tiene doce años y su hermana Saïda nueve. Me cuentan que el conflicto durará poco y que pronto se reunirán con sus padres. Están convencidos de ello, me aseguran entre medias sonrisas. Cuando les pregunto porqué están tan seguros me responden que han hablado con niños israelíes, que se comunican a través de mensajes escritos en cometas en dónde hablan de libertad y paz para su pueblo. La madurez con la que Saïda me explica que los niños entenderán su mensaje de esperanza porque esta situación no tiene ningún sentido me hace estremecer. Solo mirando desde los ojos de un niño podemos entender que sea posible enviar envuelto en papel de colores aquel viejo odio.
Los días se escapan entre mis dedos cual arena. Me esfuerzo por anotarlo todo, por no perder detalle, aprendiendo poco a poco a escuchar más allá de las palabras, miro los ojos de toda esta gente, vivo de algún modo todas esas vidas que no he vivido, y me adueño de sus historias, penetran bajo mi piel hasta sentirme uno más. El campo y sus habitantes me acogen, me integran como parte de ellos, llegando casi a pertenecerme, ¿O soy yo quien les pertenece?
Ahmad Al-Ja’bary, Hiba Al-Mashharawi, Marwan Abu Al-Qumsan, Faris Al-Basyouni, Tahrir Suliman, son solo algunos de los nombres de personas que forman y formarán parte de la memoria colectiva de la diáspora palestina.
Cae sobre mis hombros la responsabilidad de contar su historia. Pero no como una historia más de sufrimiento, quiero romper con los estereotipos, superar los rencores y trasladar aquello que sentí, lo que sus ojos me enseñaron: fe, dignidad, ilusión y compromiso. Compromiso con un mundo mejor, con la memoria, la ilusión de un futuro en paz, de vivir como vivimos tú y yo, en libertad.
Estas personas que han perdido sus tierras, sus hogares, su familia, sus raíces, han logrado mostrarme sin embargo, su alegría, la alegría de un pueblo que sonríe a pesar de haberlo perdido todo…me viene a la mente el poema de Rafeef Ziadah, ante la pregunta de un periodista, sobre si no creía que esta situación acabaría si no enseñasen tanto odio a sus hijos, y que se resume en estas palabras: “Nosotros no enseñamos odio a nuestros hijos, nosotros enseñamos vida, señor". Resulta admirable cómo sacan fuerza de flaquezas para levantarse cada mañana, como apoyados en la solidaridad para con las víctimas inocentes, en el amor por sus hijos, se esfuerzan cada día para ofrecerles, quien sabe si en un futuro próximo, una vida mejor.
Domingo, 15 de septiembre de 2013, en el avión destino aeropuerto de Barajas, emprendemos el camino de regreso.
Con la mente aún aletargada por tantas emociones, respiro hondo y hago repaso. Multitud de imágenes golpean mi cabeza. Paisajes, vivencias, momentos, pero sobre todo, miradas, todas y cada una de esas miradas. Resulta imposible expresar en palabras lo que experimenté, sentí y crecí en apenas tres semanas.
Aquellos ojos inquietos que me recibieron llenos de preguntas se remueven hoy dentro de mí, exigiéndome ponerle voz a sus vidas, impidiendo aquel primer silencio. Después de más de sesenta años de ceguera selectiva el compromiso ético y moral de occidente es mucho más que necesario, es un deber moral irrenunciable. Cerca de cinco millones de refugiados palestinos justifican nuestro grito, pues su verdad sigue viva en todos y cada uno de ellos.
Quizás no podamos nunca devolver los años invertidos, la tierra secuestrada, los seres queridos, pero sin duda, no todo está perdido. Todos los esfuerzos emprendidos, todos esos pequeños grandes retos logrados, por minúsculos que puedan parecer a nuestros ojos no son ecos en medio del desierto. Construyamos los cimientos de un futuro lleno de cometas con mensajes de esperanza, si ellos pueden creer nosotros debemos dar luz a sus sueños.
La cercanía del aterrizaje presiona sobre mi pecho, me asomo por la ventanilla del avión y logro divisar el suelo de Madrid; en mis manos y no de forma casual llevo el libro de Viktor Frankl: El hombre en busca de sentido. Creo que todo lo vivido puedo resumirlo con una sola frase: “No es el sufrimiento en si mismo el que hace madurar al ser humano, es el ser humano el que da sentido al sufrimiento."
¡Gracias, Marta!
[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]
martes, 28 de enero de 2014
Relato: La alegría de un pueblo que sonríe a pesar de haberlo perdido todo
miércoles, 15 de enero de 2014
Relato: Desierto en ninguna parte
Esther Prieto participó en el concurso de "Familias refugiadas en Líbano ¿Qué ves tú?" con este relato sobre la vida de Alib.
Y de pronto, el abismo, el caos, la oscuridad, el desierto… Acabamos de llegar pero parece que llevamos toda la vida aquí. Las noticias que nos llegaban durante nuestro camino no difieren en nada de la realidad. Pero la realidad se torna más dura cuando la vives en primera persona. Estamos ya dentro, en el mismo corazón del tornado sin final. Ya hemos llegado. Aun no sabemos dónde parar y asentarnos, y la noche amenaza con llegar, rápida y fulminante como una bomba sembrando la incertidumbre de no saber dónde se dejará caer, y el manto del firmamento teñirá el cielo llenándolo todo de oscuridad, más oscuridad. Damos vueltas en círculo y sobre nosotros mismos, de un lado a otro. A nuestro alrededor hay demasiada gente. Son personas como nosotros, pero parecen extraños. Nos sentamos sobre los bultos llenos de cosas personales, lo primero que cogimos, lo imprescindible, lo necesario y ahora, lo único. Todo lo demás, pocas pertenencias pues nuestra familia siempre fue muy humilde, se quedaron en algún lugar de nuestras vidas pasadas.
Donde estamos es…en ningún lugar, en medio de ninguna parte. En tierra de nadie, olvidados del resto del mundo y alejados de la mano de Dios... Nuestro Dios, ¿nos ha abandonado? A veces pierdo la fe y entonces no quiero vivir pero después recupero la cordura y mantengo un hilo de esperanza. Una esperanza que se oculta entre la arena, entre sonidos estridentes, gritos y llantos, desesperación y resignación. Después llega la calma, la aceptación de nuestro presente. Quizás por guardar algo de confianza en el futuro, en las gentes que están fuera de este laberinto oscuro e inmenso.
Anochece al fin. Nos recostamos casi por inercia encima de cualquier cosa. El cielo está estrellado. El frío de la noche cala los huesos. El vacío y la oscuridad se enganchan en el alma. Se escuchan a lo lejos sonidos de un llanto cercano. Murmullos ahogados y después, el silencio. Un silencio agotador e interminable.
Nos encomendamos a nuestro Dios una vez más, con la mirada puesta en el mañana. Pero mientras, seguimos aquí, como todos los demás.
Me llamo Alib, pero soy un grano de arena más en este desierto. En realidad, no soy nadie en concreto y vivo en mitad de ninguna parte.
¡Gracias, Esther!
[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]
Y de pronto, el abismo, el caos, la oscuridad, el desierto… Acabamos de llegar pero parece que llevamos toda la vida aquí. Las noticias que nos llegaban durante nuestro camino no difieren en nada de la realidad. Pero la realidad se torna más dura cuando la vives en primera persona. Estamos ya dentro, en el mismo corazón del tornado sin final. Ya hemos llegado. Aun no sabemos dónde parar y asentarnos, y la noche amenaza con llegar, rápida y fulminante como una bomba sembrando la incertidumbre de no saber dónde se dejará caer, y el manto del firmamento teñirá el cielo llenándolo todo de oscuridad, más oscuridad. Damos vueltas en círculo y sobre nosotros mismos, de un lado a otro. A nuestro alrededor hay demasiada gente. Son personas como nosotros, pero parecen extraños. Nos sentamos sobre los bultos llenos de cosas personales, lo primero que cogimos, lo imprescindible, lo necesario y ahora, lo único. Todo lo demás, pocas pertenencias pues nuestra familia siempre fue muy humilde, se quedaron en algún lugar de nuestras vidas pasadas.
Donde estamos es…en ningún lugar, en medio de ninguna parte. En tierra de nadie, olvidados del resto del mundo y alejados de la mano de Dios... Nuestro Dios, ¿nos ha abandonado? A veces pierdo la fe y entonces no quiero vivir pero después recupero la cordura y mantengo un hilo de esperanza. Una esperanza que se oculta entre la arena, entre sonidos estridentes, gritos y llantos, desesperación y resignación. Después llega la calma, la aceptación de nuestro presente. Quizás por guardar algo de confianza en el futuro, en las gentes que están fuera de este laberinto oscuro e inmenso.
Anochece al fin. Nos recostamos casi por inercia encima de cualquier cosa. El cielo está estrellado. El frío de la noche cala los huesos. El vacío y la oscuridad se enganchan en el alma. Se escuchan a lo lejos sonidos de un llanto cercano. Murmullos ahogados y después, el silencio. Un silencio agotador e interminable.
Nos encomendamos a nuestro Dios una vez más, con la mirada puesta en el mañana. Pero mientras, seguimos aquí, como todos los demás.
Me llamo Alib, pero soy un grano de arena más en este desierto. En realidad, no soy nadie en concreto y vivo en mitad de ninguna parte.
¡Gracias, Esther!
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