Un desliz de ropa sobre ropa despierta la mañana soñolienta del Líbano, y me voy desperezando conforme dos sonrisas delante de mí se van haciendo cada vez más amplias, como si pretendieran que yo les contestara con otra del mismo tamaño para quedarse tranquilas. Mi tía, que es palestina como yo, siempre me ha dicho que lo horroroso tarda muy poco tiempo en imponerse sobre el mundo, pero que lo hermoso necesita de un camino lento en que fraguarse; que cuando llega, todo lo anterior desmerece el recuerdo siquiera, y que sólo un minuto puede dar sentido a varias generaciones, y una vida pequeña a otras tantas defunciones combativas y largas. Mi tía escribe versos sin orden aparente y sin estudio previo; cuando le llega, dice, una luz de no sé qué lugares remotos, me cuenta, su mano no tiene gobierno que la reprima y se libera de todo lo que le rodea en busca del auxilio de un papel o un cartón o un mantel cualquiera, y en trazas grandes, y en otras pequeñas, con una caligrafía tortuosa, impaciente ante el miedo de perder en la forma el sustento que a ella le motiva la alerta del instante fugaz de la idea, escribe, pero escribe y escribe y el tiempo es sólo entonces para ella un juguete triste inventado por el hombre de extrarradio, el cual no sabe lo que es un pueblo tan pequeño y tan cercado como el nuestro. Y el tiempo, para ella, y a veces, he de decirlo, para mí también (me estaré haciendo mayor), es una aventura extramuros de hombres foráneos que imagino con tres cabezas y con pezuñas enormes; con bebés gigantes que ya hablan al nacer y con platillos volantes aparcados en los garajes de sus casas. El tiempo aquí a veces no tiene significado y se pervierte como una gota en un océano. Como un planeta solo y mínimo en un universo de grandes e infinitos soles. Mi tía dice que para qué un reloj si ella no necesita contar los minutos para saber que en cada uno su amor hacia mí crece exponencialmente, y hacia todos cuantos aquí estamos, a veces sedientos de mares y tierras, a veces colmados de gozo y de paz.
Yo no sé qué es una esfera que no esté dibujada en un papel, o miniaturizada en una canica con que juego a veces; pero me han dicho que la residencia en la tierra es redonda, y si andas más allá de todo y de todos sin mirar atrás acabas volviendo al punto de partida. Y digo yo, incluso, y espero que perdonen ustedes, ¿para qué quiero yo liberarme de lo que dicen que nos ata, si al salir seguiré estando subyugado por unos pies que pesan demasiado y que no me dejan volar, y por unos horizontes que principian y terminan en sí mismos porque no son sino espejismos que nos traen de vuelta siempre para nunca acabar el camino? Y yo digo, y perdonen la tontería (hoy me desperté pero aún sigo soñando), ¿pará qué correr más lejos si aún no he perfeccionado mi técnica, si aún me tropiezo en las piedras que salen a mi paso en cada recodo, para qué ansiar nuevos cielos, si el mío aún no para de llorar por un pueblo desahuciado dentro de sus límites? Y me pregunto, y perdonen si me estoy desbocando en mi locura mañanera, ¿para qué aspirar a nuevas gentes que aún no despoblaron su odio hacia otros hermanos que los aman, pero que no son correspondidos? Perdonen ustedes, señores míos, pero yo os perdono tanto sin saber qué perdonar ya, que me gustaría que os unierais en este cántico de paz conmigo, aunque sólo sea por un momento de insólita cordura, sí, cordura y paz, si es posible. Y que lo gritéis como yo estoy gritando ahora por que todo cuanto existe se rinda ante el poder de la redención común, y así, de algún modo, la lluvia de mañana sea el baño original de la raza humana, con que poder borrarnos las rayas negras y marrones de unas guerras cada vez, si es posible reducir lo imposible, menos justificadas.
Mi tía a veces escribe versos desordenados pero con mucho tino. A mí me parece que ella al escribirlos y yo al leerlos ya empezamos a desgarrarnos las vestiduras que no sirven más que para ocultar la vergüenza por ser hermosos; a mí me parece que esto que siento en el estómago y quizá un poco más arriba cuando leo poesía, esto que no sé explicar, podría empezar por definirlo como un principio de liberación. Liberación que necesita consumarse en el espectáculo del mundo tangible, pero que a mí de momento me abastece de innumerables sentimientos de empatía y hermandad; a mí me parece que la paz, que está esperando a que alguien grite en la multitud: ¡adelante!, se escribe con versos sencillos pero encendidos, con versos que a todos nos hagan pertenecernos.
Mi tía y mi tío me despiertan cada mañana con una sonrisa iluminada, pero yo, idiota, siempre me giro para seguir durmiendo un poco más. Y sólo me levanto cuando ya mi tía no entiende de sonrisas, ni de gestos cariñosos. Quizá me esté arrepintiendo mientras estoy escribiendo lo que ustedes leen, en este preciso instante, de no devolverles lo que ellos por amor me hacen llegar cada mañana. Quizá sea ésta la declaración última de un niño que cada vez es menos niño, pero que no quiere perder lo que los niños mejor saben hacer. Yo quiero seguir siendo cariñoso sin dejar de ser hombre maduro, yo quiero seguir llorando sin dejar de ser masculino, yo quiero seguir vibrando al leer poesía sin dejar de ser un hombre práctico. Porque, sobre todo, no quiero ser como he estado siendo en estos últimos días, ya que me asusta la idea de que se trate de un síntoma de una transición mal conducida, a raíz de la cual casos ha habido de otros hombres que han perdido el corazón caliente, y posiblemente hayan empezado combates sin justificación alguna. Quizá ya me haya arrepentido de no devolverles una sonrisa a mis tíos, porque una sonrisa no cuesta nada, y a lo mejor sea peor el sentimiento cuando me despierte y no estén ellos sonriéndome.
¡Gracias, Fernando!
[Esta no es una publicación de RESCATE. El contenido de este relato pertenece al autor del mismo. ONG RESCATE no es responsable ni tiene por qué estar necesariamente de acuerdo con el contenido.]